Concierto de Jordi Savall en el Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2020

Había dos en el escenario, pero la primera se llevó mi mirada.

Esa madera vieja, oscura, gastada, pareciera que me hablara.

Tiene más de 500 años en forma de (cuasi)viola de gamba. Pero esa madera estuvo viva, seguramente, algunos cientos de años más, antes de que un reputado luthier de Milán la transformase en instrumento de la música.

Muchos menos años tiene Jordi Savall. 78.

Desde que le conocí, hace no tanto (benditos los descubrimientos tardíos), admiré de él su temple, su saber estar, su tranquilidad. Es un hombre de otro tiempo, trae actualizado en su cuerpo el espíritu del mundo antiguo.

Su camisola negra, como los pantalones, su postura erguida, digna, su andar sereno. Parece un ninja, de cabeza y barba de blanco pelo.

Tras el concierto, amablemente desde el escenario tiende su mano a quien se acerca a saludarlo. Su mano grande, su mano fuerte, su mano sabia. Esa mano ha tocado maderas milenarias, convertidas en violas de gamba. Violas que han sido tocadas por manos sabias durante quinientos, seiscientos años. Hay mucha información en esa madera, de mano en mano, y ahora en las suyas.

Hay que ser muy bueno para saber qué hacer con tanta información (o para dejarse hacer por tanta información).

Tiene cara de bueno (en el buen sentido de la palabra); ahora se acerca una pareja más joven que él a los pies del escenario, y se le alegra la cara sobremanera. Con una sonrisa, de un formidable brinco salta del escenario al suelo, más de medio metro por debajo, como si fuese un crio, como si fuese una tortuga lenta y vertiginosa en el momento justo, como si fuese un ninja (su relación con el cuerpo es también sabia, podéis escucharlo en entrevistas y documentales, hablando de su gimnasia, tan familiar a los que estamos iniciados en la danza).

Mira a la pareja, los toca, a él y ella, en la cara, en el cuello y los brazos, se abrazan con verdadero afecto, es emocionante verlo. De la pareja, ella tiene gesto de madurez plácida y serena, y él de llevar el bien en sus venas. Se nota que Jordi les quiere, y el sentimiento es mutuo.

Ese tacto cariñoso, esa sonrisa: así es el sonido de la viola de gamba. Tan amable, tan poético, tan humano. Calidez, hogar. Es lo que tiene la madera. Pero quizá algunas más: este instrumento, con sus cuerdas no tan tensas, te lleva con un susurro más cerca de la voz humana, más cerca incluso que el chelo.

No es estridente ni quiere llamar la atención. Su sonido es de otro tiempo, de cuando no hacían falta subwofers ni twitters ni dolby surround ni millones de watios por canal.

Tu oído no se queda a la espera de la avalancha; tiene que salir al encuentro del sonido. Escucha que busca en el espacio, escucha que busca su sonido amado. Y se encuentran en algún lugar de la sala, sin muchas luces, sin pitos, sin flautas.

La sala de columnas del Círculo guarda la solemnidad de la piedra, también otra era, donde lo sólido no era problema, sino bandera; de cuando había que ser alguien de peso, y no tomarse las cosas a la ligera.

Hay un contraluz del músico que ilumina su contorno; de vez en cuando, al frotar con el arco rápidamente la séptima cuerda, una nube de polvo de cera se eleva y hace figuras bajo la luz en una atmósfera que contiene el aliento de Jordi, y el mío también.

Lo sutil se eleva mejor sobre lo denso, lo leve gana altura entre lo pesado.

Es un hombre sabio, sólo hay que verle las manos. Después de un repertorio maravillosamente erudito y equilibrado, nos regala dos temas para cerrar: una animada canción irlandesa de emigrantes a EEUU que encontraban en esas melodías la salvación a la pesadez de sus trabajos, cargando y descargando en los puertos de Boston o Nueva York; y unas variaciones e improvisaciones sobre una nana.

Y nos regala también un pensamiento: estas dos piezas, que podrían ser calificadas de “menores” están a la altura de cualquier otra de las “grandes”, de los “Grandes” de la historia de la música. Porque ellas también sirven al propósito de hacernos más llevadera la existencia.

Sin duda Savall es un boticario, un monje, un ninja, es ungüento, es bálsamo, es sopita caliente cocinada sobre las brasas…

Gracias por el regalo de poder ser en tu mismo espacio.